Nadie me quita la vida, sino que yo mismo la doy por mi propia voluntad”. Desde cierta perspectiva, parecería que la crucifixión y muerte de Jesús fue una tragedia espantosa, que tal vez podría haberse evitado. Sin embargo, varias veces durante Su ministerio público, Jesús indicó que Su pasión y muerte eran algo que Él aceptaría libremente. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Al abrazar en Su corazón humano el amor del Padre por la humanidad, hace que Jesús les ame hasta el extremo”, porque “nadie tiene mayor amor que aquel que entrega su vida por sus amigos”.
Por Su sufrimiento y muerte, Su humanidad se convirtió en el instrumento libre y perfecto del amor divino, que desea la salvación de los hombres. En efecto, por amor a su Padre y a la humanidad, a quien el Padre quiere salvar, Jesús aceptó libremente su pasión y muerte» (609).
Las palabras y acciones de Jesús tocan una de las paradojas fundamentales del cristianismo: si entregas tu vida libremente por Cristo, encontrarás el camino hacia la verdadera vida. Nuestro libre albedrío es un don por el cual damos nuestra vida libremente, muriendo a nosotros mismos para vivir más plenamente para Cristo.
La sociedad contemporánea trata de convencernos de que la única forma de alcanzar la felicidad es viviendo para uno mismo (piense en: I Did it My Way de Frank Sinatra). El paso de la autodeterminación a una vida de auto-vacio es un largo camino, que va progresando diariamente a través de la renuncia a si mismo. Una clave importante en el proceso de la renuncia, es hacerla con tremenda humildad.
El apóstol Pedro se familiarizó demasiado con una especie de versión autosuficiente de dar su vida: “¡Yo daré mi vida por ti!” se lo dijo audazmente a Jesús en la Última Cena, solo para sufrir la humillación de negarlo tres veces. Sí, estamos llamados a dar nuestra vida por Cristo, y sólo con su gracia podemos lograr hacerlo cada día con mayor perfección.
Jesús continúa diciendo: “Tengo el poder para dejarla y el poder para recobrarla”. En realidad, solo Dios mismo podría pretender hacer esto y de hecho, lograrlo. Por Su muerte y resurrección, Él tiene poder sobre la muerte. Tenemos la capacidad de dar nuestra vida por Cristo, y de hecho, debemos hacerlo si queremos compartir su herencia, pero simplemente no tenemos el poder para recobrarla, esto es algo que solo Dios puede hacer.
Jesús hace esto por nosotros primero en nuestro bautismo: “Si, pues, hemos muerto con Cristo [en el bautismo], creemos que también viviremos con él” (Rm 6, 8). Entonces, cuando nos llame a pasar de esta vida a la vida eterna, el Resucitado nos resucitará.
Curiosamente, Jesús pronuncia las poderosas palabras sobre las que hemos estado reflexionando en el contexto del discurso del Buen Pastor (Jn 10) que: “Yo soy el buen pastor… y doy mi vida por mis ovejas… La doy gratuitamente… Yo pongo mi vida para volver a tomarla”.
El vínculo entre ambos está magistralmente representado en el arte cristiano más primitivo hallado en las catacumbas (~350 d. C.), donde se representa a Cristo como un pastor con las ovejas al hombro. Es el pastor que no sólo las acompaña “a través del valle de sombra y muerte” (Sal 23, 4), sino que, de hecho, las toma sobre sus hombros y las conduce sobre las aguas de la muerte, ya que tiene poder para levántarlas. Los primeros cristianos debieron encontrar en esta imagen tanta inspiración como esperanza.
Esa misma fe y esperanza se han mantenido hasta nuestros días, porque el Salmo 23 es, con mucho, el salmo más proclamado en los funerales cristianos. Además, rezamos en las intercesiones fúnebres: “En el bautismo, (nombre) recibió la luz de Cristo. Esparce la oscuridad ahora y condúcelo sobre las aguas de la muerte”.
Durante este tiempo santo de Cuaresma y Pascua, recordemos que Jesús libremente dio su vida por nosotros y la retomó para que supiéramos dar nuestra vida por Él y así resucitarnos en Él a través del Bautismo. Él es el Buen Pastor que nos conducirá sobre las aguas de la muerte y nos llevará a nuestro hogar eterno.